"La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió", decía Quevedo. Aquel aforismo del Siglo de Oro nos remite a la reina del Calafate y al emperador Máximo, cuyas cuidadosas premeditaciones de la retirada estuvieron llenas de mala fe y mal cálculo, pero sobre todo de letales malentendidos dictados por una monumental arrogancia. El dramático ciclo del populismo autoritario, con su principio y su final, quedó encerrado entre dos frases petulantes y antológicas: "Vamos por todo" y "Entregaremos el gobierno pero nunca el poder". La jactancia antidemocrática que subyace bajo estos dos hitos marca a un mismo tiempo la radicalización y decadencia del "proyecto", y la idea de que habían construido un imperio paralelo con el que condicionarían a cualquier presidente constitucional, fuera propio o ajeno. Tenían algunos empresarios millonarios que los protegerían, diez mil militantes al acecho dentro de la burocracia, un ejército de legisladores integrado por peronistas domesticados que trabarían cualquier ley y un paraíso en el Sur desde el que los generales ordenarían bucólicamente los ataques por teléfono. Informe de daños: los empresarios van hacia la quiebra o tienen un miedo paralizante, los militantes fueron despedidos, el peronismo está en rebelión, los bloques legislativos se fracturaron y la retaguardia amaneció incendiada.
El desconocimiento previo de la situación que puntualmente encontrarían en Santa Cruz es inexplicable, por más que Cristina Kirchner sólo visitara la provincia los fines de semana y permaneciera siempre dentro de la burbuja de su jardín de rosas. ¿El genial líder de la Cámpora no le avisó que Lázaro Báez no podía pagar los sueldos, que la economía local dependía exclusivamente de las remesas de la Casa Rosada, que la administración pública era inviable y que los esperaba la tormenta perfecta? Y una vez enterada de la cruda verdad y anoticiada de que el peronismo tenía intolerancia estomacal a la inflexibilidad absoluta, ¿no podían la gran dama y su vástago recalcular su GPS, aflojar la presión sobre los "compañeros" y colaborar con la gobernabilidad, mientras buscaban un salvataje para el pago chico? Respaldada por nuestra chequera, ella se acostumbró a no usar el punto muerto ni la marcha atrás: sus deseos eran órdenes, y su estilo consistía en meter el perro y forzar la cuerda. Sin dinero, quiso hacerle creer al peronismo que no lo había conducido a la derrota y que el destino de Mauricio Macri era el helicóptero: si sólo tienes un martillo, todo te parece un clavo. Comprar sueños y pagar hostigamientos fue su gran secreto político. Pero ya lo decían los filósofos griegos: "Quien no sabe mostrarse cortés va al encuentro de los castigos de la soberbia".
Esos castigos atronaron esta semana, tanto en el polvorín sureño como en el Congreso de la Nación. También, por supuesto, en el consejo nacional del Partido Justicialista, donde hubo declaraciones reveladoras. Pichetto, en nombre del peronismo clásico, pidió dos años y caracterizó al cristinismo de la siguiente manera: "Quieren prender fuego a la pradera rápido. ¡Creen que están en una etapa preinsurreccional!". La respuesta de Cristina, a través de Parrilli, fue desternillante: "No nos ganó Macri, nos ganó Magnetto". Parece una conversación incidental entre un adulto y un niño.
Un tercer actor de esta obra dialogada fue el inefable Capitanich, quien pretendió arrear a sus camaradas a una lucha sin cuartel contra "la derecha neoliberal". El asunto es que en el propio peronismo, aunque siempre en voz baja, califican a Prat-Gay como lo que es: un keynesiano gradualista, con un perfil bastante parecido a cualquiera de los economistas que habría llegado al Ministerio si hubiera ganado el Frente Renovador o el Frente para la Victoria. De hecho, los técnicos del massismo acompañan el rumbo general y los referentes del sciolismo (Blejer y Bein) elogiaron públicamente el levantamiento del cepo y la negociación con los fondos buitre. "El problema es si falla Alfonso -confiesa un dirigente del peronismo histórico-. Porque entonces sí vendrá un equipo neoliberal con un ajuste drástico, y agarrate Catalina".
Estos dimes y diretes acerca de la política económica sinceran un debate larvado que existe en el oficialismo. Los incrementos tarifarios, los despidos de la administración y el tipo de cambio operados durante estos 55 días de gestión "no mueven el amperímetro", aseguran los ortodoxos con solidez profesional. Los inversionistas preguntan por el delirante déficit fiscal, y al enterarse de que las reformas irán muy lentas, responden más o menos lo mismo: el clima mejoró, pero no me convence lo suficiente como para invertir en la Argentina.
La renuencia de Macri a practicar una política de shock está basada en una doble certeza: bajaría la inflación pero aumentaría muchísimo el desempleo, y las inversiones paradójicamente se complicarían por el clima social y político. Pero también se basa en una lectura profunda que los encuestólogos vienen haciendo desde hace por lo menos dos años sobre el mandato renovado de la sociedad: una abrumadora mayoría no quiere ir a Venezuela ni quiere retroceder a los 90. Tanto Scioli como Massa tienen este mismo diagnóstico en sus escritorios; no hay espacio para izquierdas y derechas ni para abandonar la "ancha avenida del medio": economía mixta y centrismo político.
Guillermo Oliveto, uno de los mayores especialistas en consumo, derrumba nuestras propias percepciones sobre la pirámide social e ilustra sobre la Argentina verdadera: hay dos millones de personas cuyas familias ganan 110.000 pesos y 7.700.000 que conforman la "clase media alta" (34.000 por hogar), segmento aspiracional que vive con la tarjeta al límite y se volvió "cuotero". De aquí para abajo, comienza una realidad penosa: a 13.000.000 de ciudadanos les ingresan en casa sólo 20.000 pesos por mes; son particularmente sensibles al incremento de precios y por su volumen generan en gran parte el malhumor general. Luego viene la denominada "clase baja", que también ronda los 13.000.000 de personas y cuyo salario familiar apenas araña los 8000 pesos. El resto es la zona más pauperizada y alarmante: 4000 pesos por grupo; son alrededor de 6.000.000 y la inflación directamente los devasta.
El ciclo anterior enterró el ahorro virtuoso y exacerbó el consumo cortoplacista. Oliveto explica que, vistos en perspectiva, menemismo y kirchnerismo tienen una afinidad curiosa. Menem recibe una nación en llamas y piensa que si soluciona el problema central se arregla todo; controla por lo tanto la crisis inflacionaria y cae en la hiperdesocupación. Los Kirchner toman ese otro país en llamas y piensan también que si solucionan el problema central se arregla todo; generan entonces empleo y terminan con una inflación de 1300 puntos. Los iguala la misma convicción: lo único que calma a la gente es ponerla en el shopping y en el supermercado, porque la genética de la argentinidad es consumista. Ésta es la cartografía real en la que se mueve Cambiemos, para el cual los fanatismos de uno y otro lado son audibles pero no representativos. Nos guste o no: sin consumo, no hay gobernabilidad. Tampoco se sabe a ciencia cierta si el gradualismo funcionará, pero resulta toda una ironía que Cristina quiera embarcar al peronismo en su lucha contra los neoliberales. Y que los neoliberales pugnen por persuadir a Macri y hacerse cargo del buque.