Abrupta o sigilosamente, todas las noticias se desvanecen ante el fulgor de la próxima novedad. Sin que lo notemos, de tan omnipresente, la inflación ha comenzado a desaparecer. Como los ciudadanos que procuran seguir con su vida en medio de una guerra, la hemos naturalizado para poder sobrevivir. El peligro es que, en ese acto tan humano, olvidemos cuáles son sus consecuencias.
No se trata de amenazas imaginarias, sino de posibilidades bien ciertas, concretas, fácticas. Basta recurrir a los libros de historia para comprender la magnitud de los estragos que ha provocado. Sin dudas, uno de los hechos más trágicos fue la hiperinflación alemana posterior a la Primera Guerra Mundial, que se extendió desde agosto de 1921 hasta noviembre de 1923. Proceso al que no pocos historiadores identifican como el germen del resentimiento que haría surgir el nazismo.
En su nota de tapa del 22 de abril de 2019, Business Week se preguntaba: “¿Está muerta la inflación?”. La ilustraba con la imagen de un dinosaurio sin vida. Un hecho del pasado, extinto como aquellos “lagartos terribles”, tal el significado de su nombre. Se calcula que desaparecieron de la faz de la Tierra hace 66 millones de años. Más allá de la ciencia ficción, nadie esperaba que revivieran algún día. Pues bien, al igual que en la mítica Jurassic Park, una sucesión de decisiones, ciertos errores y algunas intencionalidades terminaron provocando que ese día llegase.
El 18 de febrero de este año, The Economist plantearía con el mismo nivel de inquietud, pero en sentido inverso, la siguiente pregunta: “¿Por qué la inflación es tan difícil de bajar?” Ilustraba esa portada con un globo aerostático y un gran clavo que no lograba desinflarlo.
Como consecuencia del “cierre del mundo”, la economía global cayó 3,5% en 2020, es decir, el doble que la retracción provocada por la crisis de las hipotecas subprime en 2009: -1,6%. La emisión monetaria que tuvieron que hacer los países para sortear la imposibilidad de trabajar, producir y consumir de miles de millones de personas durante los confinamientos de 2020 y 2021 resultó análoga a la clonación que despertó del pasado a las criaturas desaparecidas en la película de Steven Spielberg.
En el mundo lo tienen bien claro. Apenas vieron que el dinosaurio de la inflación revivía, usaron toda su artillería para intentar devolverlo al arcón de los recuerdos. La Reserva Federal de los Estados Unidos subió la tasa de interés de 0% al 5% anual. El Banco Central Europeo, del 0% al 3,75%. En el Reino Unido ya llega al 4,25% anual. Todavía están en esa batalla. Y conocen de memoria “el precio a pagar”: enfriar la economía. Bloomberg publicaba en abril de este año que el riesgo de entrar en recesión durante 2023 superaba el 50% de probabilidad en Francia, Canadá, Italia, Alemania, Estados Unidos, Nueva Zelanda y el Reino Unido. Para sociedades que no vivieron situaciones inflacionarias relevantes en las últimas cuatro décadas, lo que están experimentando resulta intimidante. Simplemente, la gente tiene miedo.
Según el último informe del Indec, en la Argentina la inflación interanual ya es del 108,8%. Se espera entre 8 y 9% para el dato del mes de mayo. Los economistas que consulta el Banco Central acaban de elevar su proyección de inflación para 2023 del 126% al 148% anual. El hecho no necesariamente pasó inadvertido, pero sí podría decirse que se escuchó como si hubiera sido emitido con sordina. La sociedad, aturdida y anestesiada, ya no puede ni hacer las cuentas. La pregunta que nosotros debiéramos hacernos entonces es: ¿hemos transformando a la inflación en un vicio incurable?
Vicios y pecados
El papa romano Gregorio Magno (540-604 d. C.) fue quien, a finales del siglo VI, definió los siete pecados capitales. La intención era, naturalmente, establecer un sistema de pautas morales y éticas que contuvieran o moderaran los instintos más oscuros, los vicios más tentadores o las transgresiones más frecuentes de los seres humanos para moldear su conducta y favorecer la convivencia social.
De esos siete pecados capitales, el que se identifica como el primero, el peor y del que se desprenden todos los demás es la soberbia. Se lo conoce como “el rey de los vicios” porque su fuerza es muy poderosa y atractiva. Incita a los hombres a tener una sobrevaloración del yo y a sentirse superiores a los demás, creyendo que sus conocimientos, opiniones y capacidades están siempre por encima de las de los otros.
"El primero y más hondo pecado capital de la inflación para los argentinos es precisamente acostumbrarnos a su presencia y menospreciar su peligro. Soberbiamente, creemos que, no importa su magnitud."
A fin de trazar la analogía, podríamos decir que el primero y más hondo pecado capital de la inflación para los argentinos es precisamente acostumbrarnos a su presencia y menospreciar su peligro. Soberbiamente, creemos que, no importa su magnitud, siempre la vamos a poder controlar. De ahí en más, deviene el resto de los desvíos.
Caemos en la avaricia, que es un pecado del exceso y que conduce a la deslealtad, las traiciones, la mentira, el engaño y hasta la violencia. La gestión cotidiana de la inflación desintegra los vínculos sociales llevándonos a un “sálvese quien pueda”. Los actores se vuelven avaros por temor a no tener mañana lo que hoy se puede obtener, cristalizándose en ellos una actitud profundamente individualista y extractiva. Hay que sacarle al sistema todo lo que se pueda como un mecanismo defensivo.
Siendo así, el sistema entra en un régimen de “todos contra todos”. En un contexto tan desvirtuado, cada cual siente que lo que el otro tiene es porque le quitó algo a él. La disputa se vuelve cruenta y extravía el sentido, resultando más importante el goce efímero y envenenado de desposeer al rival que el deseo genuino por la gratificación o utilidad que puede tener ese objeto o esa experiencia. Se llama envidia. Al igual que la avaricia, es un deseo insaciable. Y por eso tan dañino. No tiene límite ni fin. Sentimiento presente en el Homo sapiens desde siempre, especie gregaria al fin, pero exacerbado por la conectividad y las redes sociales. Se potencia aún más cuando la inflación rompe todas las referencias y ya nadie sabe qué es mucho, poco o suficiente, caro o barato, justo o injusto.
Guiados por la envidia, los individuos suelen caer en otro de los pecados capitales: la gula. Es decir, la glotonería, que invita a alimentarse más allá del apetito. No se trata de saciar el hambre, sino la sed competitiva. Quien vende pretende ganar ahora lo que no sabe si podrá ganar después, y quien compra consume todo lo que puede cuando entiende que está venciendo al sistema. El ejemplo más claro es la compra en cuotas “sin interés”. No importa si la financiación es necesaria o no, se usa igual porque ahí hay una ventaja. Las últimas cuotas son gratis: las pagará la inflación, siempre creciente. Esa gula conduce al puro presente y anula la perspectiva de futuro. “No dejes para mañana lo que podés consumir hoy”, como afirmaban los consumidores argentinos en nuestro último relevamiento cualitativo del humor social.
En entornos de alta inflación, la distribución de la renta se torna cruenta porque al no haber reglas ni previsibilidad se impone la ley del más fuerte. Suelen perder los más débiles, los que no tienen las herramientas para hacer inversiones financieras sofisticadas, los que indefectiblemente ven cómo sus ingresos corren detrás de los precios. En general, son los asalariados del sector informal. Las estadísticas del Indec lo refrendan. El último valor publicado de este grupo de trabajadores –que los analistas privados calculan alrededor del 40% del total– muestra ingresos que crecieron 81,2% en un año, cuando la inflación fue del 104,3%. Tuvieron entonces una pérdida de poder adquisitivo de 23 puntos o del 11,3% en un año. Es lógico que, desde su perspectiva, los hábitos del resto de los sectores que vieron cómo sus ingresos subían igual o más que la inflación huelan a otro de los pecados capitales: la lujuria. Un deseo erótico y carnal excesivo, en este caso canalizado en el placer que provee el consumo.
Frente a un sistema que, por la imposibilidad de prever, obtura los sueños y ahoga los proyectos, los ciudadanos pueden sucumbir finalmente ante el llamado de los restantes dos pecados capitales.
El primero de ellos es la pereza. Se entiende la pereza no como el ocio o el entretenimiento, elementos centrales de una vida equilibrada en la era contemporánea, sino como la abulia, la apatía y el desgano. La succión de la energía vital vampirizada por la inflación deja vacíos a los individuos, quienes caen desmoronados por falta de fuerzas y, sobre todo, de libido. ¿Para qué hacer el esfuerzo si el partido está perdido de todos modos?
El segundo, y fatal, es la ira. Es descripta como una emoción no ordenada, ni controlada, de odio y enfado. Cuando las sociedades se ven desbordadas por la inflación y el consecuente desmoronamiento de su calidad de vida, las reacciones destempladas no son una amenaza que debiera soslayarse.
Séneca (4 a. C. - 65 d. C.) fue no solo uno de los tres grandes filósofos estoicos junto a Epícteto y Marco Aurelio, todos cultores de la moderación y la sensatez, sino también un político. Accedió al cargo de senador romano nada menos que durante los cuatro años en los que gobernó el emperador Calígula. Luego sería tutor de Nerón, e incluso llegó a ejercer el poder máximo del imperio durante 8 años. Sabiendo muy bien de lo que hablaba, en su ensayo Sobre la ira advirtió a la élite romana sobre las consecuencias de este pecado capital. Allí decía: “La ira es la más terrible e ingobernable de las emociones. Es pura agitación, violencia, deseo de agredir, de herir, de atormentar, de dañar al prójimo, incluso a expensas del bien propio. El que la padece busca una venganza que irremediablemente acarreará su propia destrucción. No hay emoción capaz de imponerse a la ira. Cuando la ira se adueña de nosotros, ya no hay forma de detener la caída”.
Su mensaje, cargado de sabiduría, trasciende el tiempo.